martes, noviembre 08, 2005

El Ritual (parte II)


Fábula Oceánica
(ver parte I más abajo)

Los primeros desencantados salieron del Valle Prohibido apenas pasada la primera semana. Escuálidos y ojerosos, se arrastraron hasta sus chozas, sólo para encontrar sus corrales vacíos y las huertas marchitas. Los sacerdotes los interrogaron extrañados: ¿es que las riquezas del Valle no alcanzaban para todos?

–Los dirigentes acapararon los mejores lugares– explicaban los exiliados del paraíso. –Sólo su gente más cercana pudo llegar a las fuentes de aguas tibias. Nosotros, que nos unimos a ellos recién este año, no hemos recibido alimento en cinco días. Preferimos sufrir trabajando la tierra que morir de hambre a la vista de tanta abundancia.

En una demostración de sabiduría, el Sumo Sacerdote no se dejó impresionar y mantuvo las reglas del ritual. Al año siguiente los excluidos formaron su propio grupo, que no ganó, pero se hizo notar. La mayoría roja optó por ignorarlos. Año a año, la minoría creció y la mayoría menguó. Atemorizados por lo que preveían como el fin de sus privilegios, éstos se volvieron cada vez más ávidos durante el mes santo, y acapararon cada vez más la distribución de la fruta y los mejores lugares para pernoctar. Las filas de los excluidos crecieron con nuevos desilusionados.

Su signo era una calavera en lo alto de una caña, un recordatorio del destino final que nos espera a todos. Y para los rojos, una amenaza muy concreta. Que se hizo realidad la noche antes de la competencia, cuando las fuerzas de la calavera decapitaron a la plana mayor de los rojos. Al otro día entraron triunfantes al Valle Prohibido, llevando clavadas las cabezas de sus enemigos en bambúes.

Varias generaciones estuvieron marcadas por la rivalidad entre rojos y calaveras. El recuerdo de la masacre permanecía vivo, alentado noche a noche por las historias de los viejos. Con el tiempo, las lealtades cristalizaron, y se llegó a un empate que sólo era desbalanceado por los oportunistas que en el último instante se tomaban de la mano del grupo más numeroso.

Si se preguntaba a un nativo de Opaopa por las razones de su pertenencia a uno u otro grupo, la respuesta siempre era del tenor de “mis padres siempre fueron rojos” o “en mi pueblo el jefe es calavera”. Sabían que, año más año menos, les tocaría en suerte pasar el mes santo en el vergel prohibido. Incluso algunos historiadores aseguran que los líderes del grupo perdedor eran ingresados a escondidas en el Valle donde disfrutaban las bondades de la naturaleza abrazados a sus rivales.

La competencia había perdido el interés. Ya nadie corría, no había empujones ni forcejeos. Las viejas tácticas de campo en que se encerraba a algunos rivales o se cortaba el paso de otros para impedirles alcanzar el grueso de su grupo, habían caído en el olvido. Todo se reducía a una ceremonia formal en que los isleños, de pie, esperaban separados en dos grupos la puesta del sol, momento en el que se tomaban de las manos. Tras el recuento, el Supremo Sacerdote otorgaba la victoria. Entonces los perdedores regresaban a sus hogares y los vencedores accedían a su premio.

La próxima semana tercera y última parte:
"Hasta que comenzó a surgir entre los opaopanos una pregunta sacrílega. ¿Por qué el Valle era Prohibido? "

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me pregunto, en la parte III, ¿no será factible que los lugareños vuelvan a tomar las manos de sus vecinos y olvidarse de los colores y motivos de las banderas?.....para practicar un poco la utopía...digo.

Tanta similitud con un pueblo recostado sobre un río plateado duele un poco....debo estar un poco sensible ante sucesos de las cercanas tribus norteñas....