jueves, setiembre 22, 2005

La Oscuridad (II)

El cuento "La Oscuridad" está inspirado en un hecho histórico de la época de la colonia. Antes de la fundación de Montevideo, los bucaneros franceses contrabandeaban cueros y "bucán" (charque). El gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zabala, ordenó al Teniente Martín Echauri desalojar a los intrusos.

En el concurso "El Cuento de mi País", organizado por Yerba Canarias y la Cámara Uruguaya del Libro, el cuento obtuvo el premio especial. El jurado estuvo integrado por el profesor Daniel Vidart, el escritor Milton Fornaro y el periodista Hugo Castillo.

lunes, setiembre 19, 2005

La Oscuridad.


Estaba muy oscuro, y los españoles se empezaron a inquietar.

–Esto no es un arroyo, Capitán.

–¿Dónde está la otra orilla?

–¡Silencio!, el campamento de Moreau está aquí cerca –dije para tranquilizarlos.

Yo había estado casi un día entero con las manos atadas a la espalda, mi caballo a la brida de uno de ellos. Me dolían los riñones de no poder seguir el movimiento del animal que avanzaba con el agua por las verijas. Meternos en el bañado me había parecido una buena idea esa tarde. Cuando cayera la noche, sería fácil escapar de los soldados. Eso pensaba.
Ahora había llegado el momento de hacerlo. Más tarde, mi caballo ya no tendría fuerzas para poner distancia. Pero primero tenía que soltarme las manos.

–¡El mulato nos engañó! Este pantano es una trampa

–¡Capitán, deje que lo mate!

–No pierdas la cabeza, José. El mulato es el único que nos puede sacar de aquí.

Decidí que por el momento, era mejor seguir con ellos.

–No es una trampa –expliqué–. Del otro lado del bañado está el campamento. Deben quedarse en silencio, en la noche los sonidos llegan más lejos.

La oscuridad siempre fue un refugio para mí. Podía ubicarme como si fuera de día, siguiendo mi olfato y mi oído. El olor a mar era inconfundible. También el sonido de las olas. Ibamos rumbo a la costa, la dirección correcta.

Si hubiera esperado a la noche para salir del campamento francés, nunca me habría encontrado con estos soldados. Es lo que pasa cuando uno está apurado. En realidad el que tenía prisa era el capitán Moreau. El me envió a los toldos de los minuanes. Quería que volviera con los cueros que estuvieran prontos, y así poder partir con los barcos lo antes posible. Y ya ve lo que pasó, en vez de cueros, yo le traía estos españoles que lo buscaban para matarlo.

–¿Cuánto falta para llegar? Ya se escuchan las olas del océano –la voz de José.

–Para la costa, más o menos una hora –calculé–. Pero el campamento está más hacia la izquierda, en la otra orilla.

–¿Y por qué no salimos del agua antes del campamento?

–Moreau no espera que nadie venga por el medio del bañado...

–Es verdad –dijo el Capitán–. Y además, hasta que no amanezca no podemos atacar. Es mejor seguir en movimiento para que los caballos no se entumezcan.

El amanecer. Faltaban unas horas aún. Tenía que tomar una decisión antes de que la luz me impidiera cualquier escape. Si Moreau veía que lo había traicionado me mataría antes que los españoles. Los indios me habían enseñado a cabalgar colgado del cuello del caballo. Pero así, con las manos atadas, sólo podía hacerlo erguido en la silla. Las balas españolas podrían encontrarme aún a ciegas.

La cuerda que me ataba las manos se soltó de golpe. Sin darme cuenta la había estado aflojando desde que me capturaron. Ahora podía desatar la rienda que ataba mi caballo al español. Me moví lentamente, para no espantar al animal. Con la punta de los dedos solté los tientos y escuché el sonido de la trenza de cuero al golpear el agua, suelta. Talonée mi montura para no perder el paso, esperando el momento de dejarme caer sobre el flanco y salir al galope.

–¿Qué es eso? –Un fuerte chapoteo seguido de un batir de alas surgió de golpe frente a la caravana, espantando a los caballos.

–¡No disparen! Es una garza del bañado –dijo el Capitán– ¡silencio!, calmen a los animales.

Entre las voces de los hombres y los relinchos, el ruido había sido suficiente para alertar a mis compañeros. Hubiera sido la mejor oportunidad para escaparme rumbo al campamento. Pero la voz del Capitán me detuvo.

–¡Mulato! ¿Estás ahí?

–Sí, señor.

–Bien. Vamos a hacer alto. No podemos arriesgarnos a hacer más ruido. ¿Estamos cerca?

–Sí, señor –mentí–. No más de cien pasos.

La verdadera situación en que me encontraba quedó clara para mí en ese momento. ¿Para qué huir? No tenía muchas posibilidades de llegar vivo al campamento. Y si lo lograba, el propio Moreau me mataría. El viejo pirata se daría cuenta que los soldados no podían estar allí si no por mi culpa. Ahí me dí cuenta que mi vida estaba del lado de los españoles, y ya no con Moreau. Apenas empezara a clarear el cielo, los franceses estarían perdidos. Me quedé inmóvil, con las manos juntas tras la espalda, esperando.

Lo primero fueron los gritos de las gaviotas. Venían de la orilla, y pasaron por sobre nuestras cabezas, campo adentro. Enseguida, una brisa fría comenzó a soplar desde el mar. Una línea clara se dibujó en la lejanía, frente a nosotros. A cada instante, el horizonte se volvía más nítido. Recortados contra el rojo profundo del amanecer, vimos los ranchos de Moreau, casi al alcance de la mano.

–¡Que nadie se mueva! –susurró el Capitán– ¡estamos demasiado cerca!

Mis captores pusieron pie a tierra en silencio, comunicándose por señas. Yo me deslicé de la silla, y quedé arrodillado en medio del bañado, con el agua por el pecho. Con los rostros bañados en luz rojiza, los soldados cargaron sus mosquetes y formaron una línea. Tres hombres montados rodearon a los caballos y los llevaron aguas adentro, lejos de la orilla. Nadie se ocupó de mí. Oculto tras unos juncos, pensé en no moverme hasta que todo terminara.

En el campamento, la mayoría de los hombres dormía en torno a los fogones apagados. A la izquierda se veían varios ranchos de techo de paja, sin paredes. Allí se almacenaban los cueros. A la derecha, en lo alto de un médano, estaba el cañón, rodeado por una empalizada. Más a la derecha, iluminadas por la luz del alba, las arboladuras de los barcos se movían con las olas. El mar estaba allí, del otro lado de las dunas. Detrás nuestro un enorme médano de arena brillaba con luz ocre. Era el Monte de Castillos, al abrigo del cual Moreau había establecido este puesto de acopio y embarque de cueros.

–¡Fuego! –ordenó el Capitán.

El chasquido de los veinte mosquetes hizo levantar vuelo a las aves del bañado y llenó de humo blanco el aire. Durante unos segundos pareció que nada sucedía. Entonces se oyó un terrible grito desde el campamento, seguido de quejidos y maldiciones en francés. Desde mi escondite alcancé a ver a los españoles corriendo por el agua hacia la orilla, y trepando la barranca envueltos en humo, los mosquetes a la espalda y los sables desenvainados.

La gritería parecía no terminar nunca. Escuché algunos disparos de pistola, pero después me pareció que la lucha era cuerpo a cuerpo. Alcancé a distinguir los gritos de mi jefe, organizando la resistencia ante el ataque sorpresa.

–¡Allez! ¡Tous avec moi! ¡Derrière les cuirs!

Ya no se escuchaban disparos. La luz del sol había disipado la niebla, y el aire estaba limpio. La mata de juncos que en la oscuridad me había parecido un escondite seguro, era ahora lo mismo que nada. Traté de acercarme a los ranchos donde se habían refugiado mis compañeros. Mientras me arrastraba por el agua, dejando ver apenas la cabeza, observé el resultado de la batalla. El campamento estaba cubierto de cuerpos. La mayoría eran franceses, degollados mientras dormían. Los soldados españoles se habían protegido detrás de las dunas que separaban el campamento de la playa. Pero allí estaba el cañón. ¿Por qué no se había disparado el cañón contra ellos?

Adelante mío, entre las pilas de cueros, estaban los hombres de Moreau. Sólo se escuchaban los gemidos de los heridos. ¿Habría muerto el capitán? En la duda, preferí no salir del agua. Si los españoles ya habían vencido, entonces yo podría quedar libre. Mejor que no me vieran cerca de los franceses.

En eso, el pirata saltó sobre una de las pilas de cueros, una pistola en cada mano y ordenó a los del cañón que hicieran fuego sobre los españoles.

–¡Eh! ¡Du canon! ¡Baptiste! ¡Tire sur eux!

A esta señal asomaron por encima de los cueros todos los mosquetes de los franceses, disparando en dirección al enemigo. Como respuesta, una descarga española se estrelló contra los cueros y palos de los ranchos. Moreau, de pie en medio de las balas, seguía gritando y maldiciendo.

Miré hacia la empalizada. No se veía actividad alguna. Ni siquiera se distinguía la boca del cañón. Entonces ví algo moverse detrás de los médanos. Dos españoles cruzaron corriendo el espacio que los separaba de los palos de la cerca y saltaron dentro con los facones desenvainados. Se escuchó un fuerte gruñido y enseguida el chirrido de la base del cañón. Era una pieza de 8 libras traída del puente de la fragata, que giraba sobre su soporte. Una sola persona podía maniobrarla.

–¡Los españoles tienen el cañón!

Me puse de pie entre sorprendido y alarmado. Debía ser una imagen muy extraña, un mulato con las ropas totalmente empapadas, apareciendo de la nada en medio del arroyo. Cuando me di vuelta hacia los ranchos, me encontré con los ojos de Moreau. Desde lo alto de su posición y con las pistolas aún sin disparar en las manos, se quedó mirándome. No esperaba verme allí. Yo debía estar con los indios minuanes.

–¡Traidor! ¡Maudit traitre! ¡Tu les as guidé ici!

Todo había salido mal. Moreau levantó las pistolas hacia mi cara. Estaba a diez pasos. Cerré los ojos, sin poder decir una palabra.

No escuché nada, todo quedó en silencio. No se oían ya los quejidos de los moribundos, ni las gaviotas, ni las olas. Abrí los ojos.

Sobre los cueros aún estaba Moreau, con los brazos abiertos, las pistolas cayendo de sus manos. El cuerpo sin cabeza se mantuvo en pie varios segundos hasta caer entre los cueros ensangrentados.

Me dí cuenta que ellos habían disparado el cañón, por el humo que envolvía la empalizada. Un solo tiro y todo había terminado. El campamento se llenó de españoles, uno me tomó del brazo y me arrastró hasta la arena, donde me dejó tirado. Me sumergí en la oscuridad.

Cuando abrí los ojos nuevamente, los españoles habían prendido fuego el campamento. Los que habían sido mis compañeros arrastraban cadáveres a una gran fosa común. En lo alto de las dunas había cinco cruces de madera. Entre las pilas de cueros ardiendo, en el mismo lugar donde había caído, estaba el cuerpo de Moreau. Nadie se había atrevido a tocarlo.

Esa misma mañana los españoles me dieron dos caballos y me dejaron libre. Sólo cuando estuve a una legua del campamento, me di vuelta. Del incendio se elevaba al cielo una columna negra de humo. Entre los remolinos que formaba en el humo el viento del océano, estoy seguro que vi al cuerpo sin cabeza del capitán Moreau, apuntándome con sus pistolas. Le clavé los talones al tordillo, y no paré de galopar hasta que la oscuridad de la noche me envolvió nuevamente.