viernes, noviembre 11, 2005

El Ritual (última parte)


Fábula Oceánica
(ver partes I y II más abajo)

Hasta que comenzó a surgir entre los opaopanos una pregunta sacrílega. ¿Por qué el Valle era Prohibido? Si en esas tierras crecía la mejor fruta y allí estaban las mejores tierras para vivir, por qué debían contentarse durante once meses con arar las terrazas pedregosas del volcán o arriesgar su vida en los arrecifes a la caza de cachalotes?

Este cuestionamiento no causó, como podía esperarse, la creación de un nuevo sector. En realidad se podían encontrar adeptos a ambos colores hastiados del ceremonial y de la espera de años por un mes de buena vida. Claro, hubo quien creó un nuevo estandarte y comenzó a buscar seguidores proclamándose como la Alternativa al Sistema. Pero nunca llegó a ser muy numeroso. El cambio corría más profundo.

Pasaron los años. Murieron los viejos líderes, sus hijos tomaron su lugar. Nacieron jóvenes que nunca habían vivido la emoción del juego. Para ellos la reunión anual era una ocasión para volver a ver a viejos amigos, parientes que vivían del otro lado de la isla y, especialmente, para conocer mujeres de otras aldeas. Durante todo el día los isleños encendían fuegos, armaban ruedas de canto y baile y descansaban en la hierba, a la espera del momento de la ceremonia.

Esta falta de interés en las costumbres antiguas hizo que un año nadie prestara atención al sol y cuando llegó el momento, ninguno estaba preparado para tomarse de las manos con sus correligionarios. Cada uno hizo lo que pudo. Las madres aferraron a sus hijos, éstos a sus amigos, y aquéllos a sus propios padres.

El resultado fue inesperado. Todos los habitantes de la isla en un solo grupo.

El Supremo Sacerdote cumplió - por última vez - con la tradición. Con un gesto de su bastón, señaló la entrada del Valle Prohibido. Los opaopanos, de pie y aún tomados de las manos, no sabían que hacer. Los más avispados corrieron, pero no lograron arrastrar a la masa. Otros, más organizados, entraron al valle y volvieron al rato cargados de frutas que repartieron entre la gente.

El Sacerdote, sentado en el pasto, clavó su bastón en la tierra y se dedicó a comer un racimo de cocoligues, mirando con asombro a sus conciudadanos, como si nunca los hubiera visto antes.

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