viernes, marzo 30, 2007

Ingravidez.

–Mamá, creo que estoy embarazada– dijo Sabine.

Era el día antes de tomarme el avión a KSC.

–¿Cómo "creo"?– le pregunté. –¿No menstruaste la semana pasada?
–No. Y el mes pasado tampoco. Pensé que era por los exámenes...
–¡Dios mío, Sabine! ¡Qué locura! Voy a comprar un test– dije, descolgando de la pared las llaves del auto.
–Ya me hice un test. Y también le avisé a Khaleb. Lo quiero tener, Mamá.

Dediqué mi último día en casa a hablar con ella. No revisé tres veces mis valijas, como siempre antes de un viaje, ni dejé escrito el menú para cada día de la semana en la heladera. Le hablé del futuro, de su carrera, de las oportunidades y las oportunidades perdidas. Le conté cuando yo había quedado embarazada, aquellos primeros cinco años en la provincia, mi ingreso a la Agencia y la mudanza a París.

–Con tu padre decidimos esperar para tenerte hasta que yo alcanzara el grado de coronel– le expliqué. –Entre los exámenes y las horas de vuelo, no hubiera sido una buena madre.
–Pero yo no voy a dejar de estudiar...– se defendía Sabine. –A mí me criaste aunque estabas entrenando, y no quedé traumada.

Terminamos las dos dormidas en el sillón, abrazadas. De mañana temprano la tapé con el acolchado y le dejé un beso en la mejilla.

"No tomes ninguna decisión hasta que yo vuelva. Nos vemos en un mes. Te quiero, Mamá," le escribí en la pizarra de la heladera.



Mientras volaba sobre el Atlántico decidí que no hablaría del asunto con los consejeros. Sabía cuál sería su reacción. Me imaginaba las miradas de reojo de mis compañeros, su explicación seudopsicológica para cada uno de mis actos. Temía que me desasignaran de la Actividad Extravehicular. O peor, que directamente me dejaran fuera del vuelo.

Me había preparado años para esta misión. Cuerpo y mente. Todos mis conocimientos, hasta mis actos reflejos, amoldados a lo que debía hacer allá arriba. Estaba entrenada. Sabía cómo enfocarme en mi trabajo,sin dejar que mis pensamientos personales interfirieran. Nada había cambiado. Ya tendría tiempo al regreso para ocuparme de Sabine.

Saqué de mi bolso el manual de operaciones y me puse a repasar los procedimientos de ensamblaje. Cada paso descripto en detalle. Minuto a minuto, con todas las posibilidades y las alternativas:

"Alinear la guía con el objetivo. Insertar el conector intermedio en los puntos de anclaje. Verificar la correcta alineación".

Todo previsto, hasta los errores. Cada tres o cuatro líneas, la posibilidad de abortar el procedimiento y retornar al estado anterior. Ojalá la vida fuera así.

Apenas llegué a mi habitación en KSC llamé a Sabine. Parecía tranquila. Le dije que pensaba todo el tiempo en ella, y le repetí que se cuidara mucho.

–¡Te voy a estar vigilando desde arriba! –bromée.
–Hoy te ví en la tele– dijo risueña. –Con el mameluco naranja, parecés una presa.
–¿Cómo está Khaleb? –arriesgué.
–Se fue. Dejamos. El no quiere tener al bebé.



Los días pasaron rápido. Tuvimos algunos días de práctica en el simulador y nos dejaron visitar nuestro pájaro antes de llevarlo a la plataforma. Olía a plástico, como un auto nuevo.

Lo último que hice antes de embarcar fue escribirle un largo email a mi hija. Es una costumbre atávica, seguramente lo mismo hicieron Colón o Magallanes. No era una carta de adiós, más bien un manual de instrucciones para el resto de su vida en caso de que yo no volviera.

"La vida una larga carrera de postas", escribí. "Cada uno debe correr lo más rápido que pueda antes de pasarle el testigo a sus hijos. Lo que estoy por hacer y lo que he hecho en mi vida es para que tú puedas correr más rápido que yo. Y llegar más lejos".

Sabía que Sabine no podía entender que yo estuviera en contra de su embarazo. A su edad, una mujer todavía está controlada por las hormonas. El instinto de reproducción. Como si la humanidad necesitara más madres.

A partir de ese momento el trabajo me absorbió por completo. Pasé los días más intensos de mi vida. Sabía que formaba parte de un equipo de gente fuera de lo común. Con una dedicación religiosa a la misión. Un grupo de personas que dejaba de lado sus deseos individuales para brindarse a los otros, y a través de ellos, a toda la humanidad.

Para recordarlo sólo teníamos que mirar por las ventanillas. Allá afuera, como un enorme rostro, estaba la esfera azul y blanca, siempre cambiante y siempre idéntica. Nuestro hogar, nuestra Madre Tierra.



La preparación para la Actividad Extravehicular me hizo revivir el nacimiento de Sabine. Yo estaba allí, flotando, rodeada de personas ocupadas en vestirme, en colocarme electrodos en el pecho, en secarme la frente.

Finalmente, el casco, que me aisló del mundo, fue como la anestesia antes de la cesárea.

Entré en la compuerta y saludé con la mano mientras cerraban la escotilla. El compresor zumbó al bombear el aire. Por el audífono escuché el acento gangoso del comandante.

–Atmósfera cero, Grace. La escotilla exterior está destrabada. Puedes abrirla ahora.

Al abrir la puerta, esperaba ver el cielo negro. En cambio, una fuerte luz me cegó.

–Esto es nacer. –la idea se me presentó con su propia fuerza, desprendida de todo razonamiento.

Con ambas manos en la escalerilla, saqué la cabeza afuera. Frente a mí estaba el enorme círculo celeste en el negro. En su superficie, remolinos blancos giraban lentamente, arrojando sombra sobre el agua turquesa. Sin dejar de mirar hacia adelante, empujé suavemente el último peldaño. El metal se alejó de mis manos, de alrededor de mi cuerpo, de mis piernas. Ya estaba flotando en el espacio.


El comandante me estaba gritando algo.

–¡Grace! ¿Qué estás haciendo?
–¿Qué sucede, Bill? –reaccioné
–La maniobra, Grace. ¡Estás al revés!

Era cierto. Según el manual, la salida de la compuerta debe hacerse los pies primero. Me había dejado llevar por la belleza de la vista, y ahora flotaba con la cabeza hacia afuera.

–Debes regresar lentamente, Grace. Tira con cuidado del cable.
–¡El cable! –no lo había enganchado al exterior de la nave.

–Bill, estoy en problemas. No estoy amarrada.
–¡Mierda! ¿No enganchaste el cable? ¡Grace! ¿En qué estabas pensando?
–¡Bill! ¡Me estoy alejando!

Mi impulso inicial me estaba llevando cada vez más lejos. La escotilla era un círculo negro que disminuía de tamaño a mis pies. A su alrededor, el transbordador parecía cada vez más pequeño. Por las ventanillas en el techo de la cabina, podía ver los ojos y bocas abiertas de mis compañeros. El cable de seguridad se extendía como un rastro plateado. En su extremidad, el gancho flotaba suelto a medio metro de la escotilla.

Quizás si alguien se pusiera otro traje y saliera por la escotilla...pero eso llevaría un mínimo de quince minutos. Tiempo suficiente para alejarme varios cientos de metros.

–La escotilla– recordé. –Quedó abierta.
Con un extremo abierto, la compuerta era inútil. Imposible salir de la nave.

Traté de detenerme agitando los brazos, pero el resultado fue empezar a girar sobre mí misma descontroladamente. La nave y la Tierra, borrosas, pasaban frente a mis ojos una y otra vez. Sentí cómo el estómago se me apretaba en un ataque de náuseas.

–¡Grace! ¡No te muevas tanto! ¡Te estás enredando con el cable!

Era la voz del comandante. Me quedé inmóvil al oírlo. Después abrí los brazos lentamente. Con movimientos suaves fui frenando mi giro, y de a poco pude estabilizarme. Me acurruqué con las piernas flexionadas, y los brazos en el pecho. En esa posición intenté calmarme. Respiré hondo y despacio. Frente a mis ojos, el planeta parecía un cielo invertido.


Allí, suspendida a más de cien kilómetros de la superficie, me acordé de mi madre. Ella no había podido estar en el nacimiento de Sabine, le había faltado a ella tanto como a mí. Al despertar de la anestesia, cuando tuve a mi hija en brazos por primera vez, me había pasado lo mismo. Sólo podía pensar en mi madre.

En esa enorme pelota azul estaba su tumba. Un parque con robles.

Y también estaba Sabine. Quizás mirando al cielo, con mi nieta dentro suyo. Sabine, mi niña, que se iba a convertir en madre, y yo no iba a estar junto a ella. Mi nieta no iba a visitar nunca la tumba de su abuela.

En mis audífonos, la voz del comandante apenas se oía entre la estática. Me estaba alejando del radio de cobertura del intercomunicador. Consulté el medidor de oxígeno en mi antebrazo. Tres horas. Demasiado.

Girando la mirada lo más que podía hacia atrás alcancé a ver con el rabillo del ojo el triángulo blanco de la nave, fuera de mi alcance. Bajé el parasol dorado de mi casco, para no quedar ciega por el resplandor del sol. Quería poder ver lo que me esperaba. Sabía que la gravedad terrestre me iría arrastrando hasta caer, pero eso tardaría días. Antes moriría por falta de oxígeno.

¿Recuperarían mi cuerpo antes de que se convirtiera en una estrella fugaz? Pensé en dejarle un mensaje a Sabine. Busqué en el bolsillos de la manga la tableta y el lápiz.

"Querida Sabine:"

No sabía cómo seguir. ¿Qué podía decirle a mi hija? ¿Qué más necesitaba ya de mí?

Dibujé un círculo en la tableta. En mi mente ya no quedaban palabras.

Dibujé otro círculo dentro del primero. Otro. Círculos concéntricos. Decenas de ellos, un infinito de círculos dentro de círculos.

Había desconectado el intercomunicador para no escuchar la estática. Por eso no me di cuenta de la presencia del otro astronauta hasta que estuvo frente a mí, haciéndome gestos con sus manos. Encendí los audífonos.

–Vamos, Grace. Volvemos a casa.

Miré el reloj. Habían pasado más de dos horas.

Mi compañero enganchó su cordón en la argolla de mi pecho, y de un tirón, nos llevó de vuelta a la nave. El transbordador esperaba, inmóvil, a menos de cincuenta metros. En el costado de la nave se veía la escotilla de emergencia, abierta, esperándonos.

–Sabine– dije, cuando me sacaron el casco, ya en la cabina. –Mi hija. Va a ser madre.