lunes, diciembre 19, 2005

Esta es una historia real.

Le pasó a una pareja conocida. El trabaja en la construcción y ella es ama de casa. Cuando estaban de novios, ella quedó embarazada. El estaba convencido que no era suyo, y como es medio calentón la quiso dejar. Todos le decíamos que no se apurara, que lo pensara bien. Que ella no podía haberle sido infiel, porque era una chica excepcional, que no iba a encontrar otra tan buena.

Al final se arreglaron y se casaron. Pero cuando ella ya estaba para dar a luz tuvieron el problema que les quería contar. Parece que él estaba ilegal en el país, y para poder trabajar tenía que ir a hacerse sellar los papeles al Consulado más cercano. Un viaje de 24 horas en ómnibus. El quería ir y volver sólo, pero ella como siempre lo convenció, y al final se fueron los dos juntos. Era una locura, pero no querían separarse.

Bueno, parece que en el ómnibus se encontraron con varias personas que iban por lo mismo. Nadie quería arriesgarse a perder el trabajo. Ella aguantó el viaje bastante bien. Cuando llegaron fueron derecho al Consulado. Esperaban hacer el trámite y volverse esa misma noche, pero la cola daba la vuelta a la manzana. Los que estaban en los primeros lugares habían acampado varios días. Algunos los dejaron pasar, al ver la panza, pero los funcionarios eran tan lentos que pasó todo el día antes de que les llegara el turno. Cuando salieron del Consulado era medianoche. Al llegar de vuelta a la rodoviaria encontraron que el último ómnibus había partido hacía horas. No tuvieron más remedio que pasar la noche en los asientos de la sala de espera.

Y entonces empezaron las contracciones. El estaba desesperado. Eran las 3 de la madrugada. Todos los comercios estaban cerrados. No encontró nadie que les diera una mano. La ayudó a caminar hasta el baño y le refrescó la cara con agua. Ahí ella rompió la bolsa. Pusieron las camperas en el piso y mientras él le sostenía la cabeza, ella hizo todo el trabajo de parto. A las 6 llegó el primer turno de limpiadoras. Los encontraron abrazados en el piso del baño. El bebé dormía sobre el pecho de la madre. Una de las mujeres se animó a cortar el cordón y le hizo un nudito bien apretado.

Desayunaron en el primer bar que abrió, y se tomaron el ómnibus de vuelta. Era otra locura, pero querían estar de vuelta en su casa. El bebé sólo tomaba pecho y dormía. Llegaron muertos de cansancio, pero felices.

En realidad esto pasó hace bastante tiempo, pero los que los conocemos no nos cansamos de contar la historia. Ellos dicen que fue un milagro, pero ¿no lo son todos los nacimientos?

martes, noviembre 15, 2005

Cuarenta y uno

Hoy cumplo 41 años.
El texto que ven abajo lo escribí hace un año. Espero que les sirva tanto a los que todavía no llegaron como a los que ya pasaron la cifra fatídica.

La Crisis de los Cuarenta

El cuarenta es un número importante. Un número grande.

Uno de los primeros en darse cuenta fue Alí Babá, cuando los ladrones lo sorprendieron dentro de la cueva del tesoro.

Para el narrador de las Mil y Una Noches, decir cuarenta era como decir mucha gente.

Pero ésta no es la primera vez que la cifra aparece en la historia. Cuarenta días duró el diluvio de Noé. Cuarenta días estuvo Moisés en el Monte Sinaí escribiendo los mandamientos. La misma cantidad de años duró el Exodo del pueblo israelita a través del desierto, y el mismo Jesús estuvo cuarenta días en el desierto, aquella vez que se le apareció el vecino de abajo.

Parece que el 40 debe su importancia a que es el resultado de multiplicar dos números sagrados: el 4, que son las esquinas de la Tierra, símbolo de la solidez y el orden del mundo, y el 10, que es la totalidad, el punto de partida y de reinicio de las cosas.

Pitágoras, quien después de descubrir su Teorema quedó obsesionado con el número 4, llegó a la siguiente comprobación:

1+2+3+4=10

Esta fórmula, llamada tetraktys en griego, encierra una explicación geométrica del universo. Uno es el punto, dos la distancia entre dos puntos, tres el plano y cuatro el espacio. La suma, diez es la totalidad. Redondito. O mejor dicho, cuadradito.

En siglos pasados, cuando llegaba a Montevideo un barco cargado de inmigrantes, lo obligaban a permanecer en cuarentena en la Isla de Flores. La ciencia médica consideraba que si no se manifestaba ninguna enfermedad a los cuarenta días, entonces la persona estaba sana. Sin duda el prestigio de la cifra contribuía a la tranquilidad de la ciudadanía tanto o más que la confianza en los médicos. Cuarenta días. ¡Mucho tiempo! Más que los femeninos 28 días, por lo menos. Por algo los embarazos duran 39 semanas. No se atreven a llegar a las cuarenta.

Cuarenta Semanas. Un nombre que impone respeto. ¿Por qué le habrán puesto ese nombre al complejo de viviendas de triste fama? ¿Será el tiempo que tardó en parir el préstamo del Banco?

Llegar a los cuarenta es sin duda todo un mérito. Algo difícil de lograr, una verdadera prueba. Quien llegue puede considerarse afortunado. Y también satisfecho. Ha terminado de atravesar el desierto, ha salido del útero, sobrevivido al diluvio, confirmado que está sano.

Ha alcanzado la solidez, vencido las tentaciones, escapado de los ladrones. Si tuvo suerte, se quedó además con el tesoro y con la Princesa.

Por eso, hoy que cumplo cuarenta años, considero que tengo muchas razones para festejar. Es un buen día.

Lo difícil van a ser los cuarenta y uno.


(escrito el 15 de noviembre de 2004)

viernes, noviembre 11, 2005

El Ritual (última parte)


Fábula Oceánica
(ver partes I y II más abajo)

Hasta que comenzó a surgir entre los opaopanos una pregunta sacrílega. ¿Por qué el Valle era Prohibido? Si en esas tierras crecía la mejor fruta y allí estaban las mejores tierras para vivir, por qué debían contentarse durante once meses con arar las terrazas pedregosas del volcán o arriesgar su vida en los arrecifes a la caza de cachalotes?

Este cuestionamiento no causó, como podía esperarse, la creación de un nuevo sector. En realidad se podían encontrar adeptos a ambos colores hastiados del ceremonial y de la espera de años por un mes de buena vida. Claro, hubo quien creó un nuevo estandarte y comenzó a buscar seguidores proclamándose como la Alternativa al Sistema. Pero nunca llegó a ser muy numeroso. El cambio corría más profundo.

Pasaron los años. Murieron los viejos líderes, sus hijos tomaron su lugar. Nacieron jóvenes que nunca habían vivido la emoción del juego. Para ellos la reunión anual era una ocasión para volver a ver a viejos amigos, parientes que vivían del otro lado de la isla y, especialmente, para conocer mujeres de otras aldeas. Durante todo el día los isleños encendían fuegos, armaban ruedas de canto y baile y descansaban en la hierba, a la espera del momento de la ceremonia.

Esta falta de interés en las costumbres antiguas hizo que un año nadie prestara atención al sol y cuando llegó el momento, ninguno estaba preparado para tomarse de las manos con sus correligionarios. Cada uno hizo lo que pudo. Las madres aferraron a sus hijos, éstos a sus amigos, y aquéllos a sus propios padres.

El resultado fue inesperado. Todos los habitantes de la isla en un solo grupo.

El Supremo Sacerdote cumplió - por última vez - con la tradición. Con un gesto de su bastón, señaló la entrada del Valle Prohibido. Los opaopanos, de pie y aún tomados de las manos, no sabían que hacer. Los más avispados corrieron, pero no lograron arrastrar a la masa. Otros, más organizados, entraron al valle y volvieron al rato cargados de frutas que repartieron entre la gente.

El Sacerdote, sentado en el pasto, clavó su bastón en la tierra y se dedicó a comer un racimo de cocoligues, mirando con asombro a sus conciudadanos, como si nunca los hubiera visto antes.

martes, noviembre 08, 2005

El Ritual (parte II)


Fábula Oceánica
(ver parte I más abajo)

Los primeros desencantados salieron del Valle Prohibido apenas pasada la primera semana. Escuálidos y ojerosos, se arrastraron hasta sus chozas, sólo para encontrar sus corrales vacíos y las huertas marchitas. Los sacerdotes los interrogaron extrañados: ¿es que las riquezas del Valle no alcanzaban para todos?

–Los dirigentes acapararon los mejores lugares– explicaban los exiliados del paraíso. –Sólo su gente más cercana pudo llegar a las fuentes de aguas tibias. Nosotros, que nos unimos a ellos recién este año, no hemos recibido alimento en cinco días. Preferimos sufrir trabajando la tierra que morir de hambre a la vista de tanta abundancia.

En una demostración de sabiduría, el Sumo Sacerdote no se dejó impresionar y mantuvo las reglas del ritual. Al año siguiente los excluidos formaron su propio grupo, que no ganó, pero se hizo notar. La mayoría roja optó por ignorarlos. Año a año, la minoría creció y la mayoría menguó. Atemorizados por lo que preveían como el fin de sus privilegios, éstos se volvieron cada vez más ávidos durante el mes santo, y acapararon cada vez más la distribución de la fruta y los mejores lugares para pernoctar. Las filas de los excluidos crecieron con nuevos desilusionados.

Su signo era una calavera en lo alto de una caña, un recordatorio del destino final que nos espera a todos. Y para los rojos, una amenaza muy concreta. Que se hizo realidad la noche antes de la competencia, cuando las fuerzas de la calavera decapitaron a la plana mayor de los rojos. Al otro día entraron triunfantes al Valle Prohibido, llevando clavadas las cabezas de sus enemigos en bambúes.

Varias generaciones estuvieron marcadas por la rivalidad entre rojos y calaveras. El recuerdo de la masacre permanecía vivo, alentado noche a noche por las historias de los viejos. Con el tiempo, las lealtades cristalizaron, y se llegó a un empate que sólo era desbalanceado por los oportunistas que en el último instante se tomaban de la mano del grupo más numeroso.

Si se preguntaba a un nativo de Opaopa por las razones de su pertenencia a uno u otro grupo, la respuesta siempre era del tenor de “mis padres siempre fueron rojos” o “en mi pueblo el jefe es calavera”. Sabían que, año más año menos, les tocaría en suerte pasar el mes santo en el vergel prohibido. Incluso algunos historiadores aseguran que los líderes del grupo perdedor eran ingresados a escondidas en el Valle donde disfrutaban las bondades de la naturaleza abrazados a sus rivales.

La competencia había perdido el interés. Ya nadie corría, no había empujones ni forcejeos. Las viejas tácticas de campo en que se encerraba a algunos rivales o se cortaba el paso de otros para impedirles alcanzar el grueso de su grupo, habían caído en el olvido. Todo se reducía a una ceremonia formal en que los isleños, de pie, esperaban separados en dos grupos la puesta del sol, momento en el que se tomaban de las manos. Tras el recuento, el Supremo Sacerdote otorgaba la victoria. Entonces los perdedores regresaban a sus hogares y los vencedores accedían a su premio.

La próxima semana tercera y última parte:
"Hasta que comenzó a surgir entre los opaopanos una pregunta sacrílega. ¿Por qué el Valle era Prohibido? "

viernes, noviembre 04, 2005

El Ritual (parte I)


Fábula Oceánica.

Si hablamos de tradiciones y costumbres curiosas, tal vez la más llamativa sea la de los nativos de la isla de Opaopa en el Pacífico Occidental. En esta hermosa tierra, alejada de las rutas comerciales, impera desde tiempos inmemoriales un ritual anual en el solsticio de otoño, durante el cual toda la población se reúne en una elevada meseta en el centro de la isla. Nadie puede permanecer en los poblados costeros o en los cultivos de ikebana que cubren las laderas del volcán.

La ceremonia es muy simple: gana el que forme el grupo de personas más grande. Al ponerse el sol tras el crater humeante, cada aldeano debe tomarse de las manos de quienes lo rodean. Así se forman varios grupos integrados por cientos de personas. El grupo más grande es autorizado por el supremo sacerdote a ingresar al Valle Prohibido, a disfrutar durante todo el mes santo de sus deliciosas frutas tropicales y paradisíacas aguas termales.

Esta costumbre ha evolucionado a lo largo de los tiempos. Inevitablemente, algunos isleños se fueron erigiendo en líderes. Para asegurarse el triunfo, dedicaban todo el resto del año a organizar a su gente. Al llegar al prado de la competencia, cada uno ya sabía de quién tomarse, sin perder el tiempo en buscar una mano libre. Con el tiempo se fueron desarrollando estructuras jerárquicas, en las que cada jefe de familia respondía a un jefe local, y éste a un coordinador regional. Estas personas ya no tenían tiempo de trabajar en los cultivos, ni de salir a pescar el cachalote. Sus seguidores los mantenían como pago por facilitarles el acceso a las delicias del Valle Prohibido.

Cuando un líder moría, su hijo mayor lo sucedía en el cargo. Esto no siempre era garantía de buena conducción, pero por lo menos evitaba las peleas internas. O no, porque muy pronto se vieron hijos ilegítimos reclamando el lugar de su padre, o al hijo menor asesinando a su hermano mayor mientras dormía, generalmente con la anuencia de la madre. Ante estos cambios sucesorios, la confusión cundía entre los seguidores. Un flamante fratricida, que colgó la túnica ensangrentada de su hermano en lo alto de un bambú como prueba de su victoria, inventó sin querer una forma de identificación que perduraría más allá del líder de turno. El grupo rojo fue así el primero de los históricos que contó con una bandera.

Por oposición, los rivales adoptaron la hoja de palmera. Y por breves períodos de tiempo existieron el grupo del papagayo azul, el de la concha sobre fondo de olas y el que usaba como signo el círculo solar.

Un observador atento llegará a la misma interrogante que los habitantes de Opaopa. ¿Por qué competir? Los integrantes del grupo de la palmera, tras verse excluidos del premio durante años, se pasaron en masa al grupo rojo. Un año histórico ocurrió por primera vez que todos los isleños formaron un solo grupo, e ingresaron juntos al Valle Prohibido bajo el estandarte bermellón.

Para muchos, aquello marcaba el fin de la historia. ¿Quién evitaría en el futuro que los Rojos ganaran siempre?

(continuará)

martes, octubre 18, 2005

Veda (un año atrás)

Hoy no salió el sol. Se ve que no quiere romper el hechizo.
Salgo al balcón con mi vaso de vino. No hay nadie en la calle. Pegada con cinta a las maderas del balcón, la balconera late rítmicamente. En la bandera del vecino, el sol hace lo posible por esconderse entre las franjas azules.
Las ventanas de las casas están cerradas, los televisores apagados. Las radios pasan música. Algunas personas cruzan despacio la calle, fingiendo ir al almacén o a la panadería.

Todos hacen el esfuerzo, pero se nota que están disimulando.

Termino mi vaso y vuelvo a entrar. Son las cuatro de la tarde. Faltan pocas horas para mañana.
Por ahora, todavía es hoy.

(Sábado 30 de octubre de 2004)

martes, octubre 04, 2005

El Bisonte en la Pared

(Fábula Neolítica)

Este año, los bisontes no llegaron. Toda la tribu los esperaba, especialmente los cazadores. Pero cuando llegaron las primeras nieves, apenas unos pocos animales se presentaron en la otra orilla del río. Mordisqueaban las últimas hierbas, sin animarse a cruzar el lecho pedregoso. Algunos venían heridos, con puntas de lanza clavadas en las ancas.

–Alguien debe averiguar qué pasó con el resto de la manada. –resolvió Eck. Eck es nuestro jefe. Su padre, el Viejo Eck, fue el jefe antes que él. Mis padres me contaron cómo el Viejo Eck los guió hasta la orilla del río hace muchísimas lunas. En esa época más de veinte veces veinte bisontes cruzaban cada año el cauce, en su migración hacia las tierras cálidas. Todos los hombres hábiles los atacaban con lanzas, asegurando así el alimento y el abrigo para toda la tribu durante las lunas frías.

–Tú –dijo Eck señalándome– ve por el camino de los bisontes y averigua por qué no vinieron como antes.

Entonces tomé una buena piel de abrigo y un trozo de carne seca y emprendí el viaje.

–Hay otros hombres de aquel lado del río –informé a mi regreso, tres soles después– Ellos cazaron los bisontes.
–¿Cuántos son? –interrogó Eck.
–Conté diez fuegos. La mitad que nosotros.
–¿Cómo pudieron matar a todos los bisontes si son tan pocos?

Nuestra tribu estaba formada por veinte fuegos, cada uno con cuatro o cinco hombres hábiles. Eso hace un total de diez veces diez cazadores. Y apenas si podíamos herir a la mitad de los bisontes, los más jóvenes y débiles o los viejos y lentos. Nuestros rivales debían tener algún secreto para ser tan buenos cazadores.

–Debes ir nuevamente, ahora que conoces el camino. Descubre su secreto. –me ordenó Eck.

Esta vez era necesario acercarme más a los recién llegados. Esperé a la noche y me arrastré hasta el primer fuego. Las mujeres, los niños y los viejos dormían apiñados, cubiertos con pieles de oso. Algunos hombres velaban y otros dormían junto al fuego. Llamó mi atención un tercer grupo, que con antorchas en las manos se dirigía hacia una boca oscura en la ladera de la montaña. Decidí seguirlos desde las sombras.

Me dí cuenta que en el grupo había dos o tres ancianos y que los demás eran jóvenes, casi niños. Mientras caminaban canturreaban una melodía monótona y rítmica. Entraron a la caverna y los perdí de vista.

–Cuando vuelvan a salir, entraré en esa cueva –decidí.

La luz del amanecer me despertó. Alarmado, miré por encima de las rocas que me ocultaban. La tribu ya estaba en pie, cada uno ocupado en algo. Las mujeres trabajaban unos cueros, y los hombres cortaban grandes trozos de carne de los bisontes cazados. Nadie había advertido mi presencia.

Me arrastré hasta la entrada de la cueva. La luz del sol entraba casi horizontalmente, iluminando el camino. Cuidando cada paso que daba, me interné en las profunidades, hasta que mis ojos ya casi no podían ver. De pronto, iluminado por el último rayo de sol, vi el hocico de un bisonte a tres palmos de mi cara. El terror no me dejó huir: quedé inmovil con la vista fija en el animal.

El bisonte tampoco se movió. No estaba vivo, aunque sus ojos abiertos brillaban con la luz. Lo que estaba delante mío era algo nunca visto. Parecía un animal y al mismo tiempo era una pared de roca. Comprendí que estaba mirando el secreto de la eficacia de aquellos cazadores.

Más calmado, y viendo que no corría peligro, exploré al falso bisonte –no sé de qué otro modo llamarlo– y pude ver a su alrededor lo que parecían pequeños hombres que clavaban en él sus lanzas. Uno lo hería en el cuello, otro en el pecho. Otros tres, en plena carrera inmóvil, arrojaban sus lanzas hacia los cuartos traseros. Conocía todo aquello. Era la forma de cazar que yo había aprendido de los mayores. Cuántas veces había corrido a más no poder tratando de alcanzar un joven bisonte. Cuántas veces mi lanza había volado sin rozar su lomo. Años de práctica antes de lograr mi primera presa.

En esta pared de roca estaba resumido todo el arte de cazar. Algo extraño sucedía aquí todas las noches, que transformaba a los niños de la tribu en cazadores infalibles.


–¿Dices que era igual a un animal vivo? –Eck hacía un esfuerzo mental para comprender mi descripción.
–El más hermoso de los machos.
–¿Cuántos hombres lo cazaban?
–Cinco. Tres lo perseguían y dos lo esperaban para matarlo.
–Es la misma forma en que los cazamos nosotros. El secreto no está allí.
–¿Cuál es entonces la explicación? –preguntaron los hombres de la tribu.
–Esto es asunto de magia –concluyó Eck.

Nuestro jefe decidió aplicar el mismo método que la tribu vecina. Estaba en juego nuestra supervivencia. Escogimos un buen lugar, una pared desnuda de roca bajo un saliente de la montaña. Allí, con los pigmentos usados por las mujeres para decorar sus manos y caras, representamos un magnífico ejemplar de bisonte. Para asegurarnos el éxito en la proxima temporada de caza, rodeamos al animal no con cinco, sino con diez hombres, cada uno de ellos blandiendo dos lanzas.

–Deberíamos hacerle las patas dobladas –reflexionó Eck– para que sea más fácil derribarlo. Y pongámosle bastante de ese color rojizo, que parece sangre.

Al año siguiente fuimos más lejos a buscar la manada, tres días de camino después del río. Encontramos los bisontes antes que nuestros rivales. Cuando los tuvimos al alcance, corrimos y arrojamos nuestras lanzas, confiados en el poder de nuestro bisonte en la pared.

La manada escapó en dirección al río, dejando apenas cinco animales caídos en su rastro. La mayoría de nuestras lanzas habían errado el golpe.

–¿Qué habremos hecho mal? –se preguntaban todos.
–No nos desanimemos –nos alentó Eck– volvamos a la roca y pintemos más cazadores.
–¿Más cazadores? ¿Servirá?
–¡Por supuesto! ¡Y también hay que agrandar el bisonte!

jueves, setiembre 22, 2005

La Oscuridad (II)

El cuento "La Oscuridad" está inspirado en un hecho histórico de la época de la colonia. Antes de la fundación de Montevideo, los bucaneros franceses contrabandeaban cueros y "bucán" (charque). El gobernador de Buenos Aires, Bruno Mauricio de Zabala, ordenó al Teniente Martín Echauri desalojar a los intrusos.

En el concurso "El Cuento de mi País", organizado por Yerba Canarias y la Cámara Uruguaya del Libro, el cuento obtuvo el premio especial. El jurado estuvo integrado por el profesor Daniel Vidart, el escritor Milton Fornaro y el periodista Hugo Castillo.

lunes, setiembre 19, 2005

La Oscuridad.


Estaba muy oscuro, y los españoles se empezaron a inquietar.

–Esto no es un arroyo, Capitán.

–¿Dónde está la otra orilla?

–¡Silencio!, el campamento de Moreau está aquí cerca –dije para tranquilizarlos.

Yo había estado casi un día entero con las manos atadas a la espalda, mi caballo a la brida de uno de ellos. Me dolían los riñones de no poder seguir el movimiento del animal que avanzaba con el agua por las verijas. Meternos en el bañado me había parecido una buena idea esa tarde. Cuando cayera la noche, sería fácil escapar de los soldados. Eso pensaba.
Ahora había llegado el momento de hacerlo. Más tarde, mi caballo ya no tendría fuerzas para poner distancia. Pero primero tenía que soltarme las manos.

–¡El mulato nos engañó! Este pantano es una trampa

–¡Capitán, deje que lo mate!

–No pierdas la cabeza, José. El mulato es el único que nos puede sacar de aquí.

Decidí que por el momento, era mejor seguir con ellos.

–No es una trampa –expliqué–. Del otro lado del bañado está el campamento. Deben quedarse en silencio, en la noche los sonidos llegan más lejos.

La oscuridad siempre fue un refugio para mí. Podía ubicarme como si fuera de día, siguiendo mi olfato y mi oído. El olor a mar era inconfundible. También el sonido de las olas. Ibamos rumbo a la costa, la dirección correcta.

Si hubiera esperado a la noche para salir del campamento francés, nunca me habría encontrado con estos soldados. Es lo que pasa cuando uno está apurado. En realidad el que tenía prisa era el capitán Moreau. El me envió a los toldos de los minuanes. Quería que volviera con los cueros que estuvieran prontos, y así poder partir con los barcos lo antes posible. Y ya ve lo que pasó, en vez de cueros, yo le traía estos españoles que lo buscaban para matarlo.

–¿Cuánto falta para llegar? Ya se escuchan las olas del océano –la voz de José.

–Para la costa, más o menos una hora –calculé–. Pero el campamento está más hacia la izquierda, en la otra orilla.

–¿Y por qué no salimos del agua antes del campamento?

–Moreau no espera que nadie venga por el medio del bañado...

–Es verdad –dijo el Capitán–. Y además, hasta que no amanezca no podemos atacar. Es mejor seguir en movimiento para que los caballos no se entumezcan.

El amanecer. Faltaban unas horas aún. Tenía que tomar una decisión antes de que la luz me impidiera cualquier escape. Si Moreau veía que lo había traicionado me mataría antes que los españoles. Los indios me habían enseñado a cabalgar colgado del cuello del caballo. Pero así, con las manos atadas, sólo podía hacerlo erguido en la silla. Las balas españolas podrían encontrarme aún a ciegas.

La cuerda que me ataba las manos se soltó de golpe. Sin darme cuenta la había estado aflojando desde que me capturaron. Ahora podía desatar la rienda que ataba mi caballo al español. Me moví lentamente, para no espantar al animal. Con la punta de los dedos solté los tientos y escuché el sonido de la trenza de cuero al golpear el agua, suelta. Talonée mi montura para no perder el paso, esperando el momento de dejarme caer sobre el flanco y salir al galope.

–¿Qué es eso? –Un fuerte chapoteo seguido de un batir de alas surgió de golpe frente a la caravana, espantando a los caballos.

–¡No disparen! Es una garza del bañado –dijo el Capitán– ¡silencio!, calmen a los animales.

Entre las voces de los hombres y los relinchos, el ruido había sido suficiente para alertar a mis compañeros. Hubiera sido la mejor oportunidad para escaparme rumbo al campamento. Pero la voz del Capitán me detuvo.

–¡Mulato! ¿Estás ahí?

–Sí, señor.

–Bien. Vamos a hacer alto. No podemos arriesgarnos a hacer más ruido. ¿Estamos cerca?

–Sí, señor –mentí–. No más de cien pasos.

La verdadera situación en que me encontraba quedó clara para mí en ese momento. ¿Para qué huir? No tenía muchas posibilidades de llegar vivo al campamento. Y si lo lograba, el propio Moreau me mataría. El viejo pirata se daría cuenta que los soldados no podían estar allí si no por mi culpa. Ahí me dí cuenta que mi vida estaba del lado de los españoles, y ya no con Moreau. Apenas empezara a clarear el cielo, los franceses estarían perdidos. Me quedé inmóvil, con las manos juntas tras la espalda, esperando.

Lo primero fueron los gritos de las gaviotas. Venían de la orilla, y pasaron por sobre nuestras cabezas, campo adentro. Enseguida, una brisa fría comenzó a soplar desde el mar. Una línea clara se dibujó en la lejanía, frente a nosotros. A cada instante, el horizonte se volvía más nítido. Recortados contra el rojo profundo del amanecer, vimos los ranchos de Moreau, casi al alcance de la mano.

–¡Que nadie se mueva! –susurró el Capitán– ¡estamos demasiado cerca!

Mis captores pusieron pie a tierra en silencio, comunicándose por señas. Yo me deslicé de la silla, y quedé arrodillado en medio del bañado, con el agua por el pecho. Con los rostros bañados en luz rojiza, los soldados cargaron sus mosquetes y formaron una línea. Tres hombres montados rodearon a los caballos y los llevaron aguas adentro, lejos de la orilla. Nadie se ocupó de mí. Oculto tras unos juncos, pensé en no moverme hasta que todo terminara.

En el campamento, la mayoría de los hombres dormía en torno a los fogones apagados. A la izquierda se veían varios ranchos de techo de paja, sin paredes. Allí se almacenaban los cueros. A la derecha, en lo alto de un médano, estaba el cañón, rodeado por una empalizada. Más a la derecha, iluminadas por la luz del alba, las arboladuras de los barcos se movían con las olas. El mar estaba allí, del otro lado de las dunas. Detrás nuestro un enorme médano de arena brillaba con luz ocre. Era el Monte de Castillos, al abrigo del cual Moreau había establecido este puesto de acopio y embarque de cueros.

–¡Fuego! –ordenó el Capitán.

El chasquido de los veinte mosquetes hizo levantar vuelo a las aves del bañado y llenó de humo blanco el aire. Durante unos segundos pareció que nada sucedía. Entonces se oyó un terrible grito desde el campamento, seguido de quejidos y maldiciones en francés. Desde mi escondite alcancé a ver a los españoles corriendo por el agua hacia la orilla, y trepando la barranca envueltos en humo, los mosquetes a la espalda y los sables desenvainados.

La gritería parecía no terminar nunca. Escuché algunos disparos de pistola, pero después me pareció que la lucha era cuerpo a cuerpo. Alcancé a distinguir los gritos de mi jefe, organizando la resistencia ante el ataque sorpresa.

–¡Allez! ¡Tous avec moi! ¡Derrière les cuirs!

Ya no se escuchaban disparos. La luz del sol había disipado la niebla, y el aire estaba limpio. La mata de juncos que en la oscuridad me había parecido un escondite seguro, era ahora lo mismo que nada. Traté de acercarme a los ranchos donde se habían refugiado mis compañeros. Mientras me arrastraba por el agua, dejando ver apenas la cabeza, observé el resultado de la batalla. El campamento estaba cubierto de cuerpos. La mayoría eran franceses, degollados mientras dormían. Los soldados españoles se habían protegido detrás de las dunas que separaban el campamento de la playa. Pero allí estaba el cañón. ¿Por qué no se había disparado el cañón contra ellos?

Adelante mío, entre las pilas de cueros, estaban los hombres de Moreau. Sólo se escuchaban los gemidos de los heridos. ¿Habría muerto el capitán? En la duda, preferí no salir del agua. Si los españoles ya habían vencido, entonces yo podría quedar libre. Mejor que no me vieran cerca de los franceses.

En eso, el pirata saltó sobre una de las pilas de cueros, una pistola en cada mano y ordenó a los del cañón que hicieran fuego sobre los españoles.

–¡Eh! ¡Du canon! ¡Baptiste! ¡Tire sur eux!

A esta señal asomaron por encima de los cueros todos los mosquetes de los franceses, disparando en dirección al enemigo. Como respuesta, una descarga española se estrelló contra los cueros y palos de los ranchos. Moreau, de pie en medio de las balas, seguía gritando y maldiciendo.

Miré hacia la empalizada. No se veía actividad alguna. Ni siquiera se distinguía la boca del cañón. Entonces ví algo moverse detrás de los médanos. Dos españoles cruzaron corriendo el espacio que los separaba de los palos de la cerca y saltaron dentro con los facones desenvainados. Se escuchó un fuerte gruñido y enseguida el chirrido de la base del cañón. Era una pieza de 8 libras traída del puente de la fragata, que giraba sobre su soporte. Una sola persona podía maniobrarla.

–¡Los españoles tienen el cañón!

Me puse de pie entre sorprendido y alarmado. Debía ser una imagen muy extraña, un mulato con las ropas totalmente empapadas, apareciendo de la nada en medio del arroyo. Cuando me di vuelta hacia los ranchos, me encontré con los ojos de Moreau. Desde lo alto de su posición y con las pistolas aún sin disparar en las manos, se quedó mirándome. No esperaba verme allí. Yo debía estar con los indios minuanes.

–¡Traidor! ¡Maudit traitre! ¡Tu les as guidé ici!

Todo había salido mal. Moreau levantó las pistolas hacia mi cara. Estaba a diez pasos. Cerré los ojos, sin poder decir una palabra.

No escuché nada, todo quedó en silencio. No se oían ya los quejidos de los moribundos, ni las gaviotas, ni las olas. Abrí los ojos.

Sobre los cueros aún estaba Moreau, con los brazos abiertos, las pistolas cayendo de sus manos. El cuerpo sin cabeza se mantuvo en pie varios segundos hasta caer entre los cueros ensangrentados.

Me dí cuenta que ellos habían disparado el cañón, por el humo que envolvía la empalizada. Un solo tiro y todo había terminado. El campamento se llenó de españoles, uno me tomó del brazo y me arrastró hasta la arena, donde me dejó tirado. Me sumergí en la oscuridad.

Cuando abrí los ojos nuevamente, los españoles habían prendido fuego el campamento. Los que habían sido mis compañeros arrastraban cadáveres a una gran fosa común. En lo alto de las dunas había cinco cruces de madera. Entre las pilas de cueros ardiendo, en el mismo lugar donde había caído, estaba el cuerpo de Moreau. Nadie se había atrevido a tocarlo.

Esa misma mañana los españoles me dieron dos caballos y me dejaron libre. Sólo cuando estuve a una legua del campamento, me di vuelta. Del incendio se elevaba al cielo una columna negra de humo. Entre los remolinos que formaba en el humo el viento del océano, estoy seguro que vi al cuerpo sin cabeza del capitán Moreau, apuntándome con sus pistolas. Le clavé los talones al tordillo, y no paré de galopar hasta que la oscuridad de la noche me envolvió nuevamente.