martes, noviembre 15, 2005

Cuarenta y uno

Hoy cumplo 41 años.
El texto que ven abajo lo escribí hace un año. Espero que les sirva tanto a los que todavía no llegaron como a los que ya pasaron la cifra fatídica.

La Crisis de los Cuarenta

El cuarenta es un número importante. Un número grande.

Uno de los primeros en darse cuenta fue Alí Babá, cuando los ladrones lo sorprendieron dentro de la cueva del tesoro.

Para el narrador de las Mil y Una Noches, decir cuarenta era como decir mucha gente.

Pero ésta no es la primera vez que la cifra aparece en la historia. Cuarenta días duró el diluvio de Noé. Cuarenta días estuvo Moisés en el Monte Sinaí escribiendo los mandamientos. La misma cantidad de años duró el Exodo del pueblo israelita a través del desierto, y el mismo Jesús estuvo cuarenta días en el desierto, aquella vez que se le apareció el vecino de abajo.

Parece que el 40 debe su importancia a que es el resultado de multiplicar dos números sagrados: el 4, que son las esquinas de la Tierra, símbolo de la solidez y el orden del mundo, y el 10, que es la totalidad, el punto de partida y de reinicio de las cosas.

Pitágoras, quien después de descubrir su Teorema quedó obsesionado con el número 4, llegó a la siguiente comprobación:

1+2+3+4=10

Esta fórmula, llamada tetraktys en griego, encierra una explicación geométrica del universo. Uno es el punto, dos la distancia entre dos puntos, tres el plano y cuatro el espacio. La suma, diez es la totalidad. Redondito. O mejor dicho, cuadradito.

En siglos pasados, cuando llegaba a Montevideo un barco cargado de inmigrantes, lo obligaban a permanecer en cuarentena en la Isla de Flores. La ciencia médica consideraba que si no se manifestaba ninguna enfermedad a los cuarenta días, entonces la persona estaba sana. Sin duda el prestigio de la cifra contribuía a la tranquilidad de la ciudadanía tanto o más que la confianza en los médicos. Cuarenta días. ¡Mucho tiempo! Más que los femeninos 28 días, por lo menos. Por algo los embarazos duran 39 semanas. No se atreven a llegar a las cuarenta.

Cuarenta Semanas. Un nombre que impone respeto. ¿Por qué le habrán puesto ese nombre al complejo de viviendas de triste fama? ¿Será el tiempo que tardó en parir el préstamo del Banco?

Llegar a los cuarenta es sin duda todo un mérito. Algo difícil de lograr, una verdadera prueba. Quien llegue puede considerarse afortunado. Y también satisfecho. Ha terminado de atravesar el desierto, ha salido del útero, sobrevivido al diluvio, confirmado que está sano.

Ha alcanzado la solidez, vencido las tentaciones, escapado de los ladrones. Si tuvo suerte, se quedó además con el tesoro y con la Princesa.

Por eso, hoy que cumplo cuarenta años, considero que tengo muchas razones para festejar. Es un buen día.

Lo difícil van a ser los cuarenta y uno.


(escrito el 15 de noviembre de 2004)

viernes, noviembre 11, 2005

El Ritual (última parte)


Fábula Oceánica
(ver partes I y II más abajo)

Hasta que comenzó a surgir entre los opaopanos una pregunta sacrílega. ¿Por qué el Valle era Prohibido? Si en esas tierras crecía la mejor fruta y allí estaban las mejores tierras para vivir, por qué debían contentarse durante once meses con arar las terrazas pedregosas del volcán o arriesgar su vida en los arrecifes a la caza de cachalotes?

Este cuestionamiento no causó, como podía esperarse, la creación de un nuevo sector. En realidad se podían encontrar adeptos a ambos colores hastiados del ceremonial y de la espera de años por un mes de buena vida. Claro, hubo quien creó un nuevo estandarte y comenzó a buscar seguidores proclamándose como la Alternativa al Sistema. Pero nunca llegó a ser muy numeroso. El cambio corría más profundo.

Pasaron los años. Murieron los viejos líderes, sus hijos tomaron su lugar. Nacieron jóvenes que nunca habían vivido la emoción del juego. Para ellos la reunión anual era una ocasión para volver a ver a viejos amigos, parientes que vivían del otro lado de la isla y, especialmente, para conocer mujeres de otras aldeas. Durante todo el día los isleños encendían fuegos, armaban ruedas de canto y baile y descansaban en la hierba, a la espera del momento de la ceremonia.

Esta falta de interés en las costumbres antiguas hizo que un año nadie prestara atención al sol y cuando llegó el momento, ninguno estaba preparado para tomarse de las manos con sus correligionarios. Cada uno hizo lo que pudo. Las madres aferraron a sus hijos, éstos a sus amigos, y aquéllos a sus propios padres.

El resultado fue inesperado. Todos los habitantes de la isla en un solo grupo.

El Supremo Sacerdote cumplió - por última vez - con la tradición. Con un gesto de su bastón, señaló la entrada del Valle Prohibido. Los opaopanos, de pie y aún tomados de las manos, no sabían que hacer. Los más avispados corrieron, pero no lograron arrastrar a la masa. Otros, más organizados, entraron al valle y volvieron al rato cargados de frutas que repartieron entre la gente.

El Sacerdote, sentado en el pasto, clavó su bastón en la tierra y se dedicó a comer un racimo de cocoligues, mirando con asombro a sus conciudadanos, como si nunca los hubiera visto antes.

martes, noviembre 08, 2005

El Ritual (parte II)


Fábula Oceánica
(ver parte I más abajo)

Los primeros desencantados salieron del Valle Prohibido apenas pasada la primera semana. Escuálidos y ojerosos, se arrastraron hasta sus chozas, sólo para encontrar sus corrales vacíos y las huertas marchitas. Los sacerdotes los interrogaron extrañados: ¿es que las riquezas del Valle no alcanzaban para todos?

–Los dirigentes acapararon los mejores lugares– explicaban los exiliados del paraíso. –Sólo su gente más cercana pudo llegar a las fuentes de aguas tibias. Nosotros, que nos unimos a ellos recién este año, no hemos recibido alimento en cinco días. Preferimos sufrir trabajando la tierra que morir de hambre a la vista de tanta abundancia.

En una demostración de sabiduría, el Sumo Sacerdote no se dejó impresionar y mantuvo las reglas del ritual. Al año siguiente los excluidos formaron su propio grupo, que no ganó, pero se hizo notar. La mayoría roja optó por ignorarlos. Año a año, la minoría creció y la mayoría menguó. Atemorizados por lo que preveían como el fin de sus privilegios, éstos se volvieron cada vez más ávidos durante el mes santo, y acapararon cada vez más la distribución de la fruta y los mejores lugares para pernoctar. Las filas de los excluidos crecieron con nuevos desilusionados.

Su signo era una calavera en lo alto de una caña, un recordatorio del destino final que nos espera a todos. Y para los rojos, una amenaza muy concreta. Que se hizo realidad la noche antes de la competencia, cuando las fuerzas de la calavera decapitaron a la plana mayor de los rojos. Al otro día entraron triunfantes al Valle Prohibido, llevando clavadas las cabezas de sus enemigos en bambúes.

Varias generaciones estuvieron marcadas por la rivalidad entre rojos y calaveras. El recuerdo de la masacre permanecía vivo, alentado noche a noche por las historias de los viejos. Con el tiempo, las lealtades cristalizaron, y se llegó a un empate que sólo era desbalanceado por los oportunistas que en el último instante se tomaban de la mano del grupo más numeroso.

Si se preguntaba a un nativo de Opaopa por las razones de su pertenencia a uno u otro grupo, la respuesta siempre era del tenor de “mis padres siempre fueron rojos” o “en mi pueblo el jefe es calavera”. Sabían que, año más año menos, les tocaría en suerte pasar el mes santo en el vergel prohibido. Incluso algunos historiadores aseguran que los líderes del grupo perdedor eran ingresados a escondidas en el Valle donde disfrutaban las bondades de la naturaleza abrazados a sus rivales.

La competencia había perdido el interés. Ya nadie corría, no había empujones ni forcejeos. Las viejas tácticas de campo en que se encerraba a algunos rivales o se cortaba el paso de otros para impedirles alcanzar el grueso de su grupo, habían caído en el olvido. Todo se reducía a una ceremonia formal en que los isleños, de pie, esperaban separados en dos grupos la puesta del sol, momento en el que se tomaban de las manos. Tras el recuento, el Supremo Sacerdote otorgaba la victoria. Entonces los perdedores regresaban a sus hogares y los vencedores accedían a su premio.

La próxima semana tercera y última parte:
"Hasta que comenzó a surgir entre los opaopanos una pregunta sacrílega. ¿Por qué el Valle era Prohibido? "

viernes, noviembre 04, 2005

El Ritual (parte I)


Fábula Oceánica.

Si hablamos de tradiciones y costumbres curiosas, tal vez la más llamativa sea la de los nativos de la isla de Opaopa en el Pacífico Occidental. En esta hermosa tierra, alejada de las rutas comerciales, impera desde tiempos inmemoriales un ritual anual en el solsticio de otoño, durante el cual toda la población se reúne en una elevada meseta en el centro de la isla. Nadie puede permanecer en los poblados costeros o en los cultivos de ikebana que cubren las laderas del volcán.

La ceremonia es muy simple: gana el que forme el grupo de personas más grande. Al ponerse el sol tras el crater humeante, cada aldeano debe tomarse de las manos de quienes lo rodean. Así se forman varios grupos integrados por cientos de personas. El grupo más grande es autorizado por el supremo sacerdote a ingresar al Valle Prohibido, a disfrutar durante todo el mes santo de sus deliciosas frutas tropicales y paradisíacas aguas termales.

Esta costumbre ha evolucionado a lo largo de los tiempos. Inevitablemente, algunos isleños se fueron erigiendo en líderes. Para asegurarse el triunfo, dedicaban todo el resto del año a organizar a su gente. Al llegar al prado de la competencia, cada uno ya sabía de quién tomarse, sin perder el tiempo en buscar una mano libre. Con el tiempo se fueron desarrollando estructuras jerárquicas, en las que cada jefe de familia respondía a un jefe local, y éste a un coordinador regional. Estas personas ya no tenían tiempo de trabajar en los cultivos, ni de salir a pescar el cachalote. Sus seguidores los mantenían como pago por facilitarles el acceso a las delicias del Valle Prohibido.

Cuando un líder moría, su hijo mayor lo sucedía en el cargo. Esto no siempre era garantía de buena conducción, pero por lo menos evitaba las peleas internas. O no, porque muy pronto se vieron hijos ilegítimos reclamando el lugar de su padre, o al hijo menor asesinando a su hermano mayor mientras dormía, generalmente con la anuencia de la madre. Ante estos cambios sucesorios, la confusión cundía entre los seguidores. Un flamante fratricida, que colgó la túnica ensangrentada de su hermano en lo alto de un bambú como prueba de su victoria, inventó sin querer una forma de identificación que perduraría más allá del líder de turno. El grupo rojo fue así el primero de los históricos que contó con una bandera.

Por oposición, los rivales adoptaron la hoja de palmera. Y por breves períodos de tiempo existieron el grupo del papagayo azul, el de la concha sobre fondo de olas y el que usaba como signo el círculo solar.

Un observador atento llegará a la misma interrogante que los habitantes de Opaopa. ¿Por qué competir? Los integrantes del grupo de la palmera, tras verse excluidos del premio durante años, se pasaron en masa al grupo rojo. Un año histórico ocurrió por primera vez que todos los isleños formaron un solo grupo, e ingresaron juntos al Valle Prohibido bajo el estandarte bermellón.

Para muchos, aquello marcaba el fin de la historia. ¿Quién evitaría en el futuro que los Rojos ganaran siempre?

(continuará)