(Fábula Neolítica)
Este año, los bisontes no llegaron. Toda la tribu los esperaba, especialmente los cazadores. Pero cuando llegaron las primeras nieves, apenas unos pocos animales se presentaron en la otra orilla del río. Mordisqueaban las últimas hierbas, sin animarse a cruzar el lecho pedregoso. Algunos venían heridos, con puntas de lanza clavadas en las ancas.
–Alguien debe averiguar qué pasó con el resto de la manada. –resolvió Eck. Eck es nuestro jefe. Su padre, el Viejo Eck, fue el jefe antes que él. Mis padres me contaron cómo el Viejo Eck los guió hasta la orilla del río hace muchísimas lunas. En esa época más de veinte veces veinte bisontes cruzaban cada año el cauce, en su migración hacia las tierras cálidas. Todos los hombres hábiles los atacaban con lanzas, asegurando así el alimento y el abrigo para toda la tribu durante las lunas frías.
–Tú –dijo Eck señalándome– ve por el camino de los bisontes y averigua por qué no vinieron como antes.
Entonces tomé una buena piel de abrigo y un trozo de carne seca y emprendí el viaje.
–Hay otros hombres de aquel lado del río –informé a mi regreso, tres soles después– Ellos cazaron los bisontes.
–¿Cuántos son? –interrogó Eck.
–Conté diez fuegos. La mitad que nosotros.
–¿Cómo pudieron matar a todos los bisontes si son tan pocos?
Nuestra tribu estaba formada por veinte fuegos, cada uno con cuatro o cinco hombres hábiles. Eso hace un total de diez veces diez cazadores. Y apenas si podíamos herir a la mitad de los bisontes, los más jóvenes y débiles o los viejos y lentos. Nuestros rivales debían tener algún secreto para ser tan buenos cazadores.
–Debes ir nuevamente, ahora que conoces el camino. Descubre su secreto. –me ordenó Eck.
Esta vez era necesario acercarme más a los recién llegados. Esperé a la noche y me arrastré hasta el primer fuego. Las mujeres, los niños y los viejos dormían apiñados, cubiertos con pieles de oso. Algunos hombres velaban y otros dormían junto al fuego. Llamó mi atención un tercer grupo, que con antorchas en las manos se dirigía hacia una boca oscura en la ladera de la montaña. Decidí seguirlos desde las sombras.
Me dí cuenta que en el grupo había dos o tres ancianos y que los demás eran jóvenes, casi niños. Mientras caminaban canturreaban una melodía monótona y rítmica. Entraron a la caverna y los perdí de vista.
–Cuando vuelvan a salir, entraré en esa cueva –decidí.
La luz del amanecer me despertó. Alarmado, miré por encima de las rocas que me ocultaban. La tribu ya estaba en pie, cada uno ocupado en algo. Las mujeres trabajaban unos cueros, y los hombres cortaban grandes trozos de carne de los bisontes cazados. Nadie había advertido mi presencia.
Me arrastré hasta la entrada de la cueva. La luz del sol entraba casi horizontalmente, iluminando el camino. Cuidando cada paso que daba, me interné en las profunidades, hasta que mis ojos ya casi no podían ver. De pronto, iluminado por el último rayo de sol, vi el hocico de un bisonte a tres palmos de mi cara. El terror no me dejó huir: quedé inmovil con la vista fija en el animal.
El bisonte tampoco se movió. No estaba vivo, aunque sus ojos abiertos brillaban con la luz. Lo que estaba delante mío era algo nunca visto. Parecía un animal y al mismo tiempo era una pared de roca. Comprendí que estaba mirando el secreto de la eficacia de aquellos cazadores.
Más calmado, y viendo que no corría peligro, exploré al falso bisonte –no sé de qué otro modo llamarlo– y pude ver a su alrededor lo que parecían pequeños hombres que clavaban en él sus lanzas. Uno lo hería en el cuello, otro en el pecho. Otros tres, en plena carrera inmóvil, arrojaban sus lanzas hacia los cuartos traseros. Conocía todo aquello. Era la forma de cazar que yo había aprendido de los mayores. Cuántas veces había corrido a más no poder tratando de alcanzar un joven bisonte. Cuántas veces mi lanza había volado sin rozar su lomo. Años de práctica antes de lograr mi primera presa.
En esta pared de roca estaba resumido todo el arte de cazar. Algo extraño sucedía aquí todas las noches, que transformaba a los niños de la tribu en cazadores infalibles.
–¿Dices que era igual a un animal vivo? –Eck hacía un esfuerzo mental para comprender mi descripción.
–El más hermoso de los machos.
–¿Cuántos hombres lo cazaban?
–Cinco. Tres lo perseguían y dos lo esperaban para matarlo.
–Es la misma forma en que los cazamos nosotros. El secreto no está allí.
–¿Cuál es entonces la explicación? –preguntaron los hombres de la tribu.
–Esto es asunto de magia –concluyó Eck.
Nuestro jefe decidió aplicar el mismo método que la tribu vecina. Estaba en juego nuestra supervivencia. Escogimos un buen lugar, una pared desnuda de roca bajo un saliente de la montaña. Allí, con los pigmentos usados por las mujeres para decorar sus manos y caras, representamos un magnífico ejemplar de bisonte. Para asegurarnos el éxito en la proxima temporada de caza, rodeamos al animal no con cinco, sino con diez hombres, cada uno de ellos blandiendo dos lanzas.
–Deberíamos hacerle las patas dobladas –reflexionó Eck– para que sea más fácil derribarlo. Y pongámosle bastante de ese color rojizo, que parece sangre.
Al año siguiente fuimos más lejos a buscar la manada, tres días de camino después del río. Encontramos los bisontes antes que nuestros rivales. Cuando los tuvimos al alcance, corrimos y arrojamos nuestras lanzas, confiados en el poder de nuestro bisonte en la pared.
La manada escapó en dirección al río, dejando apenas cinco animales caídos en su rastro. La mayoría de nuestras lanzas habían errado el golpe.
–¿Qué habremos hecho mal? –se preguntaban todos.
–No nos desanimemos –nos alentó Eck– volvamos a la roca y pintemos más cazadores.
–¿Más cazadores? ¿Servirá?
–¡Por supuesto! ¡Y también hay que agrandar el bisonte!
martes, octubre 04, 2005
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